Por, Gerardo Andrés GUAYACÁN CRUZ

La Ascensión de Jesús al cielo, representa un acontecimiento clave dentro de la historia del Pueblo de Dios. En la tradición de la Iglesia, la ascensión es la culminación de la misión redentora de Jesús en la tierra y su regreso al Padre. Este misterio es prueba de la divinidad de Cristo y su victoria sobre la muerte.

Este misterio, enraizado en las Sagradas Escrituras, revela verdades espirituales y escatológicas esenciales para la comprensión del plan de salvación. El evangelista Lucas menciona: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante Él, se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Y estaban siempre en el Templo alabando a Dios» (Lc 24,50-53). Por otra parte, Marcos en el evangelio escribe: «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19). Una de las narraciones más detalladas que podemos encontrar es en los Hechos de los Apóstoles cuando se narra: «Dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras ellos estaban mirando fijamente al cielo, viendo cómo se iba, se les presentaron de pronto dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: “Galileos, ¿por qué permanecéis mirando al cielo? Este Jesús, que de entre vosotros ha sido llevado al cielo, volverá tal como lo habéis visto marchar”» (Hch 1,9-11).

A la luz de la Sagrada Escritura, la Ascensión no es una simple narración de despedida, sino la proclamación del triunfo de Cristo y la inauguración de una nueva etapa para la humanidad. En esta etapa, la Iglesia nace con una misión clara: ser signo e instrumento de salvación para el mundo. Hasta que Él regrese, su tarea es evangelizar, santificar y transformar la historia con la fuerza del Espíritu Santo. Su misión es divina, urgente y universal.

En el contexto del siglo XXI, marcado por el avance científico, la secularización y la globalización cultural, el misterio de la Ascensión de Jesús al cielo es una verdad central para la fe cristiana. No obstante, su comprensión y vivencia requieren una interpretación renovada que hable al corazón y a la razón del hombre contemporáneo.

En medio de la crisis de fe del mundo moderno es necesario recordar la misión: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y estad seguros que yo estaré con vosotros día tras día, hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Esta misión, no es una opción ni una actividad secundaria, sino el corazón mismo de la existencia de la Iglesia.

La Ascensión, por tanto, no debe entenderse como un simple desplazamiento físico hacia “arriba”, como si Jesús hubiera sido transportado a un cielo geográfico. En el lenguaje bíblico, “subir al cielo” significa: entrar en la plenitud de la comunión con Dios. Cuando hablamos de plenitud y de comunión con Dios, es necesario fijar nuestra mirada en la Iglesia que, tras la Ascensión, Cristo la envía al mundo.

La teología, entonces, no pretende ofrecer una explicación física de este acontecimiento, sino ofrecer una interpretación espiritual y salvadora de este Misterio Salvífico.

En una cultura que relativiza la verdad y busca el sentido en lo superficial, la Iglesia está llamada a anunciar con audacia que Cristo vive y reina, y que invita a todos a una vida nueva, pues la Ascensión no solo habla del Señor, sino también de nuestro destino: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1). Esta llamada sigue vigente, pues, ascender con Jesús es elevar el corazón, vivir con sentido trascendente y orientar cada acción hacia lo eterno.

Hoy vivimos en una era de imágenes, conectividad y presencia digital. Sin embargo, también estamos inmersos en un vacío existencial y espiritual. El misterio de la Ascensión recuerda que: Cristo no está ausente, sino presente de una manera más profunda e interior, gracias al Don de su Espíritu. Él está en medio de su Iglesia a través de los sacramentos, en los hermanos que sufren, en los pobres.

La Ascensión de Jesús no es un final, sino una promesa. Es la garantía de que el cielo es nuestra meta y que Cristo, glorificado, intercede por nosotros mientras esperamos su regreso. En la escatología cristiana, la Ascensión es puente entre lo ya cumplido y lo que aún esperamos; la plena manifestación del Reino de Dios.

Estamos invitados, en un mundo que busca poco a Dios, a ser testigos dando testimonio vivo de Cristo resucitado, no solo con palabras, sino con una vida transformada. La Iglesia tiene el deber de irradiar al mundo la presencia de Jesús mediante el anuncio del Evangelio, el amor fraterno, la caridad activa y la esperanza escatológica. En nuestros tiempos necesitamos redescubrir la esperanza de la salvación, no como evasión, sino como fuerza transformadora. Si Cristo reina en lo alto, entonces el amor, la justicia y la vida tienen sentido eterno.

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