Por: Gerardo Andrés Guayacán Cruz, Pbro.
Cristo está en la Cruz. Nos deja su testamento, —sus palabras—. “Sólo siete palabras, queridos amigos, queridos hermanos. ¡Escuchémoslas bien! No las digo yo. No las había dicho nadie hasta el Viernes Santo. No las traía el diccionario del lenguaje humano. Las dice Él, desde la cruz. Las grita el Hombre desde lo alto del mortal extravío de los hombres. Las dice el Hijo desde el abismo más profundo del Amor eterno”.
“Ojalá que, en este Viernes Santo, el viento del Espíritu traiga las siete palabras de Cristo a nuestro diccionario y las escriba para siempre perfectamente en él: grabadas al fuego de un amor infinito en nuestras almas”.
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34)
La primera de las Siete Palabras de Jesús en la cruz, es un acto supremo de amor y perdón. En medio de su agonía física y emocional, Jesús dirige su atención al perdón de aquellos que lo crucificaron y de todos nosotros que, de una forma u otra, también somos responsables de su sufrimiento.
En esta palabra, Jesús revela la naturaleza fundamental del perdón divino: — incondicional y compasivo—. Aunque estaba siendo crucificado injustamente, Jesús intercede ante Dios en favor de sus verdugos, mostrando que el perdón no se basa en la justicia humana, sino en la misericordia divina.
Al perdonar a sus verdugos, Jesús nos da un poderoso ejemplo de cómo debemos responder al mal en nuestras propias vidas. Nos enseña que el perdón no es un acto de debilidad, sino de fortaleza y amor. Nos desafía a perdonar incluso cuando nos resulta difícil, recordándonos que el perdón libera tanto al que perdona como al que es perdonado.
Jesús en la cruz nos recuerda que a menudo actuamos en ignorancia, sin comprender completamente las consecuencias de nuestros actos. Jesús, en su compasión infinita, reconoce esta realidad y ruega por nuestro perdón.
Es una «invitación a reflexionar sobre el poder transformador del perdón y a seguir el ejemplo de Jesús al perdonar generosamente a los demás, incluso cuando nos sentimos heridos o agraviados. Nos desafía a mirar más allá de nuestras propias preocupaciones y a buscar la reconciliación y la paz en todas nuestras relaciones.
“De verdad te lo digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)
Esta es una expresión de la gracia y la misericordia divinas que trasciende incluso las circunstancias más desesperadas. Jesús pronuncia estas palabras en respuesta al arrepentimiento y la fe de uno de los criminales que también estaba siendo crucificado a su lado.
La salvación es accesible para todos, sin importar cuán indignos nos sintamos. El ladrón crucificado no tenía obras meritorias que presentar; sin embargo, su sincero arrepentimiento y su humilde fe fueron suficientes para ganarle un lugar en el paraíso.
La salvación es un regalo gratuito de Dios. No se gana mediante obras o méritos propios, sino que se recibe por medio de la gracia de Dios, que está disponible para todos los que se vuelven sinceramente hacia él en arrepentimiento y fe.
Jesús nos ofrece consuelo y esperanza, especialmente en momentos de sufrimiento y desesperación. Nos recuerda que, incluso en nuestros momentos más oscuros, podemos confiar en el amor y la misericordia de Dios, quien nos promete un lugar en su reino eterno.
Esta palabra nos desafía a examinar nuestra propia respuesta a Jesús. ¿Estamos dispuestos a reconocer nuestra necesidad de salvación y a confiar en la gracia de Dios para ser perdonados y restaurados? ¿Estamos dispuestos a aceptar el regalo de la vida eterna que Jesús ofrece a aquellos que creen en él?
Es una palabra que nos desafía a responder con fe y arrepentimiento, confiando en la promesa de Jesús —vida eterna en su presencia—.
“Mujer, mira, es tu hijo… Mira, es tu madre” (Jn 19, 26s)
Este es un momento de profundo cuidado filial y comunitario incluso en medio del sufrimiento extremo de Jesús. En este momento, Jesús dirige su atención a María, su Santísima Madre y al discípulo amado, Juan, y les confía el uno al otro.
Jesús muestra el profundo amor y preocupación por su madre María. A pesar de su propio sufrimiento físico y emocional en la cruz, Jesús se preocupa por el bienestar de su madre y asegura que será cuidada y protegida después de su partida.
Aquí se revela la importancia de la comunidad y las relaciones dentro del cuerpo de creyentes, que es la Iglesia. Al confiar a María y Juan el uno al otro, Jesús establece una nueva relación maternal y filial que trasciende los lazos de sangre y resalta la importancia de la familia espiritual.
El Señor nos enseña sobre la responsabilidad mutua y el cuidado entre los seguidores de Cristo. Nos desafía a cuidar y apoyarnos unos a otros en momentos de necesidad, siguiendo su ejemplo de amor y servicio desinteresado.
Es preciso preguntarnos si: ¿Estamos dispuestos a abrir nuestros corazones y hogares a los demás, como lo hizo Juan al recibir a María como su propia madre? ¿Estamos dispuestos a cuidar y apoyar a nuestros hermanos y hermanas en Cristo, como Jesús nos lo ha enseñado?
Que palabra tan bella, pues nos recuerda la importancia del amor filial y comunitario en la vida de un seguidor de Jesucristo. Nos desafía a seguir el ejemplo de Jesús al cuidar y apoyar a los demás en amor y servicio desinteresado, especialmente en los momentos de necesidad y sufrimiento.
“Elohí, Elohí, l´má sabaqtani, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 33 / Mt 27, 45)
Es una expresión profunda de la angustia y el sufrimiento humano experimentado por Jesús en ese momento crucial.
Aquí, se nos muestra la humanidad de Jesús. Aunque siendo Dios, Jesús experimentó plenamente las emociones y los desafíos de la condición humana, incluida la sensación de abandono y desolación. Esto nos ofrece consuelo y esperanza, ya que sabemos que Jesús entiende nuestro sufrimiento y puede relacionarse con nuestras luchas más profundas.
Aunque Jesús estaba experimentando una profunda sensación de abandono en ese momento, sabemos que su muerte en la cruz tenía un propósito redentor y que Dios estaba obrando a través de ese sufrimiento para traer la salvación a la humanidad.
Es una invitación a la confianza en medio de la oscuridad. Aunque Jesús se sintió abandonado en la cruz, sabemos que esa sensación de desolación no era la realidad final. Dios nunca abandona a sus hijos, y Jesús mismo experimentó la victoria sobre la muerte y la resurrección al tercer día.
Esta palabra de Jesús nos desafía a enfrentar nuestras propias experiencias de dolor y sufrimiento con honestidad y humildad, sabiendo que el Señor nos precede en el camino del sufrimiento y la redención.
«Elohí, Elohí, l´má sabaqtani»: es la promesa de la presencia constante de Dios incluso en medio de nuestras experiencias más oscuras. El Señor nos invita a confiar en su fidelidad y amor, incluso cuando nos sentimos abandonados o desesperados.
“¡Tengo sed!” (Jn 19, 28)
Es una expresión de la humanidad de Jesús y su experiencia física de sufrimiento en ese momento extremo.
Jesús, siendo divino, también era plenamente humano. Experimentó todas las sensaciones y necesidades físicas que nosotros enfrentamos, incluida la “sed”. Esta afirmación de “sed”, muestra la profundidad de su encarnación y su capacidad para identificarse con la experiencia humana en su totalidad.
Hay un simbolismo espiritual en esta palabra. En las Escrituras, el agua es a menudo un símbolo de vida y restauración espiritual. Jesús, al expresar su “sed” en la cruz, nos recuerda que Él es la fuente de agua viva que puede saciar nuestra sed espiritual más profunda.
Esto debe llevarnos a reflexionar sobre la sed espiritual de la humanidad. Todos anhelamos algo que satisfaga nuestras almas, y Jesús es la única respuesta verdadera a ese anhelo. Su “sed” en la cruz representa su deseo de salvarnos y restaurarnos en una relación correcta con Dios.
Esta palabra de Jesús nos desafía a considerar nuestra propia sed espiritual y a acudir a Él para encontrar satisfacción y vida verdadera, —vida eterna—. El Señor nos invita a venir a Él y beber del agua viva que nos ofrece, sabiendo que solo en Él encontraremos verdadera satisfacción y plenitud.
Es la humanidad de Jesús, su identificación con nuestras necesidades físicas y espirituales, su capacidad para satisfacer nuestros más profundos anhelos. Debemos acudir a su amor en busca de satisfacción y vida verdadera, sabiendo que solo en Él encontraremos lo que nuestras almas anhelan —el Reino de los cielos—.
“Está cumplido” (Jn 19, 30)
Esta es una declaración de consumación y cumplimiento de la obra que Jesús vino a realizar en la tierra.
«¡Está cumplido!» indica que la misión redentora de Jesús ha llegado a su fin. Jesús ha llevado a cabo completamente la voluntad del Padre al ofrecer su vida como sacrificio por el pecado de la humanidad. Su muerte en la cruz marca el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento y el inicio de la salvación para todos los que creen en Él.
A través de su sacrificio en la cruz, Jesús reconcilió a la humanidad con Dios y abrió el camino para la salvación y la vida eterna. No hay nada más que añadir o completar; el sacrificio de Jesús es suficiente para salvar a todos los que se acercan a Él con fe y esperanza.
Esta expresión puede entenderse como una declaración de victoria sobre el pecado y la muerte. Jesús ha triunfado sobre las fuerzas del mal y ha proporcionado un camino de restauración y esperanza para todos los que creen en Él. Su muerte en la cruz no es el final, sino el comienzo de una nueva era de redención y vida en abundancia.
Jesús nos desafía a reconocer la plenitud de su obra redentora y a responder con gratitud y adoración. Nos invita a confiar plenamente en su sacrificio como la única base para nuestra salvación y a vivir en la realidad de su victoria sobre el pecado y la muerte.
El Señor Nos invita a confiar en su sacrificio como la única fuente de salvación y a vivir en la realidad de su victoria en el madero de la Cruz.
“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46)
Es una expresión de total confianza y entrega a la voluntad de Dios incluso en el momento de la muerte.
Estas palabras nos muestran la relación íntima y confiada que Jesús tenía con su Padre. A pesar del sufrimiento y la agonía en la cruz, Jesús confía plenamente en la fidelidad y el cuidado de Dios. Al encomendar su espíritu a las manos del Padre, Jesús muestra su completa dependencia de Dios incluso en el momento más difícil de su vida terrenal.
Jesús nos recuerda la realidad de la vida después de la muerte. Al encomendar su espíritu a Dios, Jesús anticipa su encuentro con el Padre en el cielo. Su confianza en Dios y su promesa de vida eterna nos ofrecen consuelo y esperanza, especialmente en medio del dolor y la pérdida.
La expresión: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» nos invita a seguir el ejemplo de Jesús en nuestra propia vida. Nos desafía a confiar en la providencia y el cuidado de Dios en todas las circunstancias, incluso en los momentos más difíciles y desesperados. Nos llama a entregar nuestras vidas y nuestros corazones a Dios con total confianza y rendición.
Hoy se nos recuerda la realidad del poder y la soberanía de Dios sobre todas las cosas. Aunque Jesús estaba muriendo en la cruz, su muerte no fue un accidente ni un acto de derrota, sino parte del plan divino para la salvación de la humanidad. Al encomendar su espíritu a Dios, Jesús muestra su completa sumisión a la voluntad de Dios y su confianza en su plan redentor.
“Terminamos por donde comenzábamos. Que las siete palabras de Jesús en la cruz se nos graben en el corazón al fuego del amor, del Espíritu. Que pasen a formar parte de nuestro diccionario, como decía el poeta: “Siete palabras divinas que nos lleven, oh Cristo, contigo, al Infinito”.
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