Por Pbro. Gerardo Andrés Guayacán Cruz

Iniciamos el recorrido de la Cuaresma, que nos prepara para la Pascua. Un tiempo que nos invita a disponer todos los sentidos de manera conveniente, al acontecimiento Pascual de Cristo. Este camino, autorreferenciado con la celebración del miércoles de ceniza, nos recuerda de donde venimos y hacia donde vamos: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”. Un día privilegiado que invita a la oración, da inicio al recogimiento, llama a la oración y pone fin al carnaval.


El símbolo de la ceniza, es uno de los más antiguos que se remonta a la tradición hebrea, cuando los judíos después de pecar, se cubrían con ella; una práctica que pretendía acercar más a Dios, a través del arrepentimiento. En un sentido estricto, la ceniza se entendía como: “Humildad y penitencia”, “muerte y caducidad”; significando el origen y fin del ser humano: “Dios modeló al hombre con polvo del suelo”.

La ceniza no da ninguna protección especial y mucho menos es un rito mágico. Este signo ritual que se celebra ya desde el siglo XI, es una forma de mostrar luto o penitencia públicamente. Es la invitación de volver la mirada a Dios, cuando nos dice: “Convertíos y creed en el Evangelio”.

El “directorio sobre la piedad popular y la liturgia” nos explica mejor este símbolo: “en el Rito romano, se caracteriza por el austero símbolo de las cenizas, que distingue la Liturgia del Miércoles de Ceniza. Propio de los antiguos ritos con los que los pecadores convertidos se sometían a la penitencia canónica, el gesto de cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal. Se debe ayudar a los fieles, que acuden en gran número a recibir la Ceniza, a que capten el significado interior que tiene este gesto, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual”.

La existencia está insertada en la perspectiva de la muerte, cada día que pasa nos acerca a ella con una progresión inevitable; la aniquilación. Parece que con la muerte todo acaba y, el hombre consciente de su pecado grita hacia el cielo: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”. El hombre no ha sido creado para la muerte sino para la vida y, en ese arrepentimiento se encuentra con Dios, que lo sigue llamando a acoger su proyecto; una vida que no se acaba, una vida que es eterna.

La muerte es sin duda un destino inevitable que recuerda la fragilidad y caducidad de la vida humana; por tanto, es imprescindible que el hombre de hoy se arrepienta. Es necesario un cambio de mentalidad.

Nos recuerda San Juan Pablo II que: “Una valoración que implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe la justicia”.

Recuerdo unos versos de Rafael Mérida Cruz-Lascano. “Polvo soy, polvo me convertiré/, convertido, quiero ser tu evangelio/. De polvo vine, al polvo volveré/, si tu voz escucho podré vivir/, recordatorio quiero recibir/, sé que a la eternidad me elevaré/. De la ceniza, ruego imposición/, para tener vivencia cuaresmal/, ser parte de ingreso procesional/, testigo de fiesta y celebración”.

La muerte, no es más que un escalón, ese último y definitivo paso que debemos dar para el encuentro sublime. Sin duda causa angustia, no es fácil afrontar la sombra de la muerte y menos, cuando humanamente llegan los miedos que absorben el corazón y lo desfiguran. Es como si la muerte encadenara la vida a un profundo y silencioso abismo. Y es este precisamente el sentido de la ceniza: “Que, aunque sea polvo, a la eternidad me elevaré”.

Esa herida de amor, que se manifiesta en la ternura de un símbolo, que, aun expresando la realidad más cruda de la existencia humana, es capaz de acariciar dulcemente el alma enamorada. “¡Oh cauterio suave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna sabe y toda deuda paga!, matando muerte en vida la has trocado”, dijo San Juan de la Cruz.

Este día santo, sea para todos, un momento privilegiado del encuentro con Jesús. No basta con bajar la mirada y desfigurar el rostro, se necesita más que eso. Es necesario abrir el corazón para que el verdadero arrepentimiento llegue, es dejarse herir por el amor del Señor.

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