Por Gerardo Andrés Guayacán Cruz, Pbro.

Se aproximan ya los días de la Semana Santa. Nos encontramos ya en los mismos umbrales para conmemorar los acontecimientos centrales de nuestra fe. Toda una llamada a prepararnos con especial intensidad a los días santos, — una llamada que es para todos—, sobre todo a quienes estamos todavía sumergidos en la oscuridad del pecado y en los sufrimientos de cada día.

Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, — el Nazareno —, su entrada triunfal en Jerusalén, su cena con los discípulos, su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura, su Resurrección, ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación y la esperanza a todos.

Aquello se mantiene vivo y actuante en la memoria y en la vida de la Iglesia, se hace presente en los signos, gestos y oraciones de la liturgia, particularmente en la Eucaristía. Todo aquello recobra especial viveza y singular intensidad en las celebraciones de estos días santos de la Gran Semana del año en los que la Cruz y la Resurrección de Jesús iluminan todos los caminos de la vida. Los hombres, redimidos ya por el amor de Dios entregado en su Hijo hemos sido salvados y rescatados, para hacer de nosotros hombres y mujeres nuevos, todos hermanos que caminan juntos en esperanza hacia una misma meta.

En muchas de nuestras comunidades la Semana Santa llega de nuevo, con sus procesiones y penitencias, como catequesis plástica, donde se nos recuerda en la calle el sacrificio supremo del amor de Dios y su presencia. Lo que se celebra en nuestros templos se vive en la calle. Las avenidas abarrotadas de fieles, con sus ropajes y sus velas, acompañando a las imágenes de Jesús en sus diversas expresiones pasionales y la Virgen Dolorosa. Los nazarenos avanzan lentamente, cargando en hombros las imágenes, mientras las bandas tocan sus melodías, y los fieles rezan sus oraciones. En cada esquina hay un altar, con flores, velas y recuerdos, donde los fieles dejan sus súplicas, y dan gracias por su fe y su consuelo. El olor del incienso llena el aire, y las luces de las velas se reflejan, en los rostros de los fieles emocionados, que sienten como el amor de Dios circula por sus venas.

Sin duda el momento litúrgico más intenso de todo el año es la Semana Santa. Un “kairós”, — tiempo de Dios —, cargado de celebraciones, que van dibujando poco a poco el misterio de Cristo con una delicadeza casi imperceptible.

Una de estas celebraciones es la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sentado en un asno que ni siquiera era suyo, era prestado. Al hacerlo así hace memoria de la profecía. No entra en un caballo sino en un borrico. El verdadero Rey de Israel no se mezclará en la lucha de los poderes de este mundo, entra triunfal en Jerusalén sobre lomos de un pollino, símbolo de la paz, el animal de los pobres desprovistos de todo poder guerrero. Este hombre sencillo y humilde, siervo y servidor, a lomos de un borrico prestado, es el Único Rey, el verdadero y definitivo poder del mundo.

En el centro de la Semana Santa, nos encontramos el Triduo Pascual: jueves, viernes y sábado Santo. Momentos donde se desarrolla litúrgicamente uno de los gestos más humildes, el lavatorio de los pies de Jesús a sus discípulos, como signo de servicio y amor, y la institución de la Eucaristía. Después, llegada la “hora” Jesús entregará su vida al Padre — “En tus manos encomiendo mi espíritu” —, tras un camino de dolor y muerte que glorificará la humanidad.

Cada Viernes Santo, cuando miramos la Cruz, lo que más nos aterra y avergüenza no es el dolor de los clavos ni el calambre de las espinas. Es lo solo y abandonado que muere Jesús. Después de tres años de dedicación a los más desheredados de la sociedad, después de haber curado enfermos, de haber perdonado pecados y de haber dado de comer a multitudes que tenían hambre, después de haber mimado hasta el colmo a doce íntimos suyos, Jesús muere en la más espantosa de las soledades. Y Jesús muere solo… Hasta el mismo Dios parece haberse contagiado de la enfermedad de esconderse.

En la cima de la noche que culmina, alboreando ya el nuevo día de un nuevo tiempo, nos abrimos a la esperanza firme que brota de que Cristo ha Resucitado; la losa pesada del sepulcro, con la que se pretendía olvidar su memoria y abandonarlo a la muerte, no lo ha podido retener. Vive para siempre. Y al final tras enterrar de forma silenciosa el cuerpo de Cristo en el jardín del Gólgota, el Amor — “más fuerte que la muerte” — con colores de fiesta, resurgirá en una nueva creación en la Vigilia Pascual.

La Semana Santa es la actualización de Cristo que irrumpe en la historia y pone al hombre como protagonista de aquel que lo actualiza todo. Ahora que nos encontramos en el umbral de la Semana Mayor y después de haber caminado en la Cuaresma con un corazón “contrito y humillado”, es necesario poner en la mesa todo aquello que hemos podido recoger y presentarlo como oblación junto con la Iglesia en la Eucaristía.

Este tiempo sagrado quedará en el pasado de nuestra experiencia de fe y nos habrá ayudado a identificarnos un poco más con Jesucristo. Caminar con Jesús es la travesía más importante de todas, esta socava los sentimientos más profundos del hombre que lo lleva a asumir con prontitud cada paso, caída o dolor como un camino de esperanza y regocijo personal y encontrar en Él, el “camino la verdad y la vida”.

Frente a estos días santos que para muchos han dejado de ser sagrados y se han tomado como tiempos vacacionales, hemos de tomar conciencia sacerdotes, religiosos y laicos, de encontrar en este “sollozado silencio” la Cruz de Jesús, donde está y donde fuertemente se abraza por nosotros. Y a nuestro lado, María. Ella sabía que aquello era el plan de Dios. Ahí está ella al pie de la Cruz repitiendo ese Sí: ¡Hágase! “Hágase en mí según tu palabra”. Ese Sí que repitió toda su vida y que, en ese momento de la Cruz, debió repetir con más fuerza, pero en silencio.

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