“No temáis, porque os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Lc, 2,10-12

El adviento marca para la Iglesia Católica el comienzo de un nuevo año litúrgico y con ello el anhelo y la esperanza de muchos creyentes, que unidos en la profesión de una sola fe, esperan la llegada del Salvador, el Mesías prometido que había de venir para salvar al género humano de la condenación eterna, consecuencia del pecado.

Ya desde el Antiguo Testamento, en el libro del Génesis, se iba preparando la venida del Salvador, cuando “Yahvé” le dice al  Diablo, tras la caída del ser humano, que el linaje de la mujer le aplastará la cabeza, siendo así el primer anuncio de la venida del Mesías.

Menciona el profeta Isaías: “Una voz clama: «Abrid en el desierto un camino a Yahvé.»” (Is 40,3). Miqueas profetiza que Jesús nacerá en Belén: “«en cuanto a ti, Belén Efratá, la menor entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el gobernador de Israel.»” (Miq 5,1). Es la promesa de Dios, que se va afianzando, a medida que el pueblo de Israel va peregrinando por el desierto, lugar privilegiado del encuentro con Dios. Israel camina hacia la promesa, con fidelidades e infidelidades, con aciertos y desaciertos, idolatrando deidades vacías y superfluas. Al final, la experiencia del pueblo nómada, se confirma en la esperanza de la voz que clama en el desierto. La voz de Dios.

En el Nuevo Testamento, vemos a un gran profeta, Juan el Bautista “El precursor de Cristo”, su misión era preparar el camino para su llegada, él experimenta la alegría del encuentro con el Señor desde el vientre materno, en ese episodio maravilloso de María con su prima Santa Isabel, que narra el evangelio de Lucas. “«saltó de gozo el niño en su seno»” (Lc 1,41). Juan clamará desde él por la conversión de los corazones, con voz profética.

El nacimiento del Niño Jesús, “llamado Cristo” (Mt 1,16), debe ser más que un acontecimiento histórico. Estamos obligados a preparar el camino, para la “venida” del Señor. El tiempo litúrgico de Adviento, es más que un tiempo de esparcimiento familiar, de fiesta, de vacaciones, de comidas extravagantes, de lujos, etc. Es el lugar privilegiado de la historia, en el que Dios cumple su promesa, de hacerse Hombre entre los hombres, para salvar a sus hijos del pecado. La Alianza dada en la Carne de Jesús.

Todos hemos sido testigos del actuar de Dios de manera personal y única, de la misma manera como lo vivió y lo experimentó el pueblo elegido, Israel. El hombre y la mujer creyente se postra a contemplar el Misterio, a la manera de Juan el Bautista. De los profetas antiguos, reconociendo la voz de Dios en el desierto. De los santos que han pasado en el devenir ascético de la Iglesia. De un fiel creyente que esperanzado en Dios contempla a Jesús en su cuna improvisada.

Todos deberíamos tener la actitud de los pastores del evangelio, hincar la rodilla. Pero ¿Qué significa eso de hincar? Es un gesto de intima reverencia, reconocimiento, amor, contemplación, adoración, devoción, exaltación, una vorágine de amor hacia ese niño envuelto en pañales, adornado con la obra incólume de la creación. Es una mirada de fe. Es como escribe Benedicto XVI en su libro “La infancia de Jesús”, la alegría del hombre al que la luz de Dios le ha llegado al corazón, y que puede ver cómo su esperanza se cumple: la alegría de quien ha encontrado y ha sido encontrado.

Es necesario ¡volver la mirada a Dios! Eso significa, abandonarnos completamente a sus manos, dejar que Él sea el único dueño de nuestra historia. Hoy más que nunca, en una sociedad donde todo es permitido, donde abunda como una plaga la crisis moral, comunidades descristianizadas. Una vida sin Dios. Que este tiempo de adviento y de navidad sea un tiempo de gracia, de reconciliación. De ver en el hermano, el pobre, el humillado, el rostro Divino de Jesús. Que nazca, no únicamente en el pesebre que diligentemente elaboramos y adornamos. Es más importante dejar que Él nazca en nuestros corazones.

El Señor sigue viniendo y nos busca, es simplemente dejarse encontrar, dejarse amar, dejarse ver. Cuando el hombre se haya convertido y de gloria a Dios, podrá encontrarse con Jesús.

P. Gerardo A. Guayacán C.