Por Pbro. Gerardo Andrés Guayacán Cruz

Bienaventurados los que, por la Gracia Divina, han recibido de Dios aquello que por amor solo puede ser dado y en obediencia resguardado; Cristo mismo. La misericordia del amor que se ve y se vive en carne humana, que en bondad hace crecer el espíritu y llenarlo con el hálito de vida, que inunda el alma del hombre que vive en nuestros tiempos abrazado a la esperanza del amado, en el que somos transformados.

Que amor con el que hemos sido dados a este mundo ¡Que mirada tan profunda la que se poso en nuestra joven piel y, poco a poco, la fue perfeccionando e iluminando a la sombra del pecado ensordecedor del mundo contemporáneo! Ni siquiera la razón humana entiende tan grande y basto misterio de ternura, que abraza esta agreste tierra de células y átomos de carne y hueso.

Santo Tomás, decía con gran elocuencia: “El Dios que buscamos espero venga en mi ayuda para que mi trabajo no sea estéril”. Dios mismo, en esa vaga esterilidad, que adormece la parte mas excelsa del hombre y que irrumpe como ladrón, aquello que la inteligencia busca con grato anhelo, en la raíz de los pensamientos malvados del hombre; habita profundamente amando.

¿Quién realmente trabaja sin discutir a ese Dios que acompaña con fuego ardiente la impetuosa razón? El que busca, lo hace para encontrar algo que llena y satisface sus deseos humanos, un tanto perdidos. Quien busca a Dios, no lo hace para encontrar algo caduco y vacío, sino para encontrarse con alguien, que, siendo sabiduría absoluta, penetra la soberanía egocéntrica de la vida perdida y absorbida por el mundo de la carne y la habita con la Gracia, que, en perfección Divina, aplasta cualquier respuesta negativa o contraria a Dios.

En cuestión, lo imposible a la naturaleza y limitación humana, Dios lo abarca y lo hace posible. Por tanto, el ser humano no es solo una masa peregrina por este mundo de Dios. El hombre en sí mismo es trascendencia, por ser de Dios, por nacer de Dios, e ir a Dios, a causa del amor. El hombre es trascendencia, por ser creado en el amor de Dios. “Maravillosa elección de la naturaleza”, es el hombre. A él, Dios le concedió vivir en la belleza de la obra creada, guiado siempre bajo la luz ardiente de la llama de amor que es el Hijo, Cristo mismo, en la presencia soberana del Espíritu.

Que búsqueda tan afanosa de lo Divino y Eterno. San Juan de la Cruz lo define asi: “Buscando mis amores, / iré por esos montes y riveras;/ ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras”. El amor es la búsqueda constante de Dios. Quien se siente amado, encuentra razones para amar, porque es el amor quien lo mueve a amar. El amor trasciende las fronteras de los temas que ha introducido el hombre moderno como punto de partida de su existencia y ha podido encontrar en cada paso, un sabor dulce al paladar de lo místico y poético que es Dios en si mismo, como fuente inacabada de amor.

Jesucristo es la revelación del Padre en el Espíritu Santo. Una tierna unidad que se expresa en la Carne de un Hombre bueno y sencillo, como sencillo es Dios. El Dogma trascendental de la naturaleza de Dios, que se planta en la historia y llena de vida la amistad traicionada, en palabras e imágenes de amor definitivo.

Dios de hoy, de ayer y de siempre; Señor del cielo y de la tierra; Dueño de lo presente y lo pasado; constructor del futuro insospechado. Tuyo es el principio y el final del camino; Trinidad inmanente; Bienaventuranza en quien el ser humano desea habitar calladamente; permite que, ungidos por el perfume de nardos de tu Divina presencia, naveguemos unidos a ti, sin que nuestros pies se pierdan del sendero, que nuestro corazón anhela, hecho grito enmudecido.

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